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La Santa Caballería ( VIII )


lunes, 19 de abril de 2010

Una reforma truncada


Desatendidos, los templarios porfiaron por su cuenta en el intento de
reconquistar Tierra Santa. Ocuparon la isla de Aruad, frente a la costa siria, pero los mamelucos volvieron a expulsarlos dos años después. El revés hizo que Molay concentrara sus esfuerzos en tantear de nuevo a Inglaterra y Francia para poner en marcha la cruzada. Pero Eduardo I tenía que sofocar una revuelta en Escocia, Felipe VI puso como condiciones que se privilegiara a Francia en la expedición y que el mismo desempeñara el papel protagonista. Las exigencias del monarca francés soliviantaron a los demás reinos europeos y se aparcó la empresa. Tampoco tuvieron mejor suerte los templarios en Chipre, donde el rey Enrique II veía con suspicacia la pretensión de la orden de utilizar sus dominios como centro de operaciones.

Recobrada cierta tranquilidad,
clemente V pudo abrir el debate de la reforma de las ordenes militares y la organización de la cruzada. Jacques de Molay se opuso a la idea de la unificación alegando que la rivalidad entre las órdenes había sido beneficiosa para la cristiandad, pues ambas competían por defenderla mejor. Advirtió además que la unificación levantaría rencillas en el seno de las órdenes, ya que muchos oficiales preferían su posición. En realidad, el rechazo del gran maestre obedecía a otros temores. La identidad del temple quedaría diluida en la nueva orden y, peor todavía, ésta podría ser instrumentalizada por el poder civil, un riesgo más que probable, dada la postura vehemente de Felipe IV respecto a la cruzada. Molay no podía saberlo entonces, pero se hubiera aceptado y agilizado la fusión de las órdenes, tal vez se habrían salvado el y sus hermanos de su trágico destino.

Al final, el proyecto papal para unificar las órdenes y emprender la cruzada nunca se materializó. Pero el hecho de que la iglesia todavía quisiere contar con ellas—eso si, reforzadas—demuestra que las órdenes militares seguían estando bien consideradas en Europa, pese a su responsabilidad en la perdida de Tierra Santa, su máxima razón de ser. Tenían sus detractores, que las acusaban de haberse alejado de su vocación original y de acumular riquezas, pero no la mala fama e impopularidad que siempre se les ha achacado. Los templarios, por ejemplo, continuaban recibiendo donaciones y, tras casi dos siglos de actividad, conformaban una parte importante y respetada del mundo cristiano, tanto civil—eran habituales en todas las cortes europeas—como religioso. 

Acoso y derribo


Por ello el apresamiento de todos los hermanos de la orden en Francia pillo por sorpresa a casi todo el mundo. Desde luego a Felipe IV, que ordenó el arresto, ni a su canciller, Guillaume Nogaret, verdadero artífice de la operación. El origen de tan súbito ataque fueron las acusaciones de blasfemia y sodomía vertidas contra el temple por Esquieu de Froylan, un antiguo templario expulsado de la orden. Nogaret y los agentes del rey recabaron supuestas pruebas que justificaron ante Felipe la detención y el inicio del procesamiento de los templarios herejes.
No se sabe a ciencia cierta si el soberano creía en la verdad de las acusaciones, si fue engañado por Nogaret o si se dejo engañar por él. En cualquier caso, le convenía arremeter contra los templarios. Continuador de una larga tradición familiar de fanatismo religioso y servicio a la causa cristiana, Felipe no podía permitir la herejía en sus dominios. Pero tampoco que la negativa del temple a fusionarse con las demás órdenes militares diera al traste con sus planes de controlar la orden resultante y encabezar así la gran cruzada de reconquista de tierra santa. Felipe deseaba el dinero y las posesiones de los templarios—ese mismo año les había pedido un préstamo--, pero no tanto por codicia como para financiar sus ambiciones de gloria. Era también la ocasión perfecta para acabar con la organización exenta del pago de tributos y cejar así su pulso de poder con el papado. Como ya ocurriera con Bonifacio VIII, Felipe IV hacía valer su condición de gobernador más poderoso y rey cristianísimo de Europa.

Con todo, la corona no tenía poderes para juzgar a los miembros de la orden religiosa que además estaban bajo jurisdicción directa del papa. Así que Nogaret persuadió al dominico Guillaume de parís, inquisidor de Francia y leal confesor del soberano, de que debía investigar a los templarios. La inquisición francesa procedió al interrogatorio de los detenidos, que estaban custodiados en las prisiones reales. Se les imputaban más de cien cargos, desde renegar de Cristo y escupir sobre la cruz en la ceremonia de ingreso en la orden hasta intercambiarse besos obscenos en ese rito, practicar la sodomía, adorar a un ídolo, deshonrar a la misa o excesivo secretismo. Todo esto “errores de fe” eran falsos. Derivaban de las creencias populares medievales sobre la herejía y la magia o eran burdas manipulaciones de las prácticas de la orden. Muchos templarios prefirieron morir antes que confesar, pero la mayoría, sometidos a torturas, se declararon culpables. Los que no fueron torturados, como el gran maestre –Molay se encontraba en Francia en aquel momento-, acabaron admitiendo los cargos al temer por su integridad.

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